SOBRE LA ACTITUD ANTE LA MUERTE

Hace algún tiempo, un buen amigo me daba la noticia del diagnóstico de cáncer que le acababan de hacer. ¡Dos años, dos años de vida me quedan! Me lo decía tranquilo, como quien ha aprendido a encajar en su vida lo inevitable, lo inapelable, lo ineludible, de forma estoica. Por mi parte, al escucharle, un profundo silencio me invadió, quería abrazarle, gritar de impotencia, pero ese grito inaudible en aquel momento no habría sido un grito de desesperación sino de vida, de deseo de que no fuera así, deseo de que ese pronóstico no se cumpliera, deseo de que viviera más que esos “dos años”; deseo de que permaneciera a mi lado por más tiempo; pero no podía, sólo acertaba a acompañarle con mi presencia y en silencio, aunque en el fondo, en mi intimidad, todo mi ser se sublevaba contra la admisión de ello.

Es una experiencia común tener noticias de la muerte de otros que pueden ser desconocidos para nosotros y cuya pérdida no nos afecta puesto que con esa persona no manteníamos vínculo alguno. Algo muy distinto sucede cuando nos afecta la muerte de alguien con quien hemos mantenido estrechos vínculos afectivos, ya se trate de un padre, de una madre, de un cónyuge, de un hijo, de una hermana, o de un amigo íntimo. Esa pérdida pone sin duda a la vista una impotencia, como dice Bataille, cuyo “grito preludia el más profundo silencio” (Bataille, G. Teoría de la Religión, Madrid, 1998, 17). A partir de ese momento, empieza el tiempo de habituarse a estar en el silencio de la presencia de ese ser que ya no está con nosotros, a la vez que tanto más presente en lo imaginario por lo amado que fue, sin el sostén de la imagen, el amor y el lugar que él nos daba en su existencia. Por experiencia sabemos que cuando un sujeto se confronta con una pérdida, real o imaginaria, sigue un proceso descrito por Freud en Duelo y melancolía (1917). Recordémoslo brevemente. El duelo es definido por Freud como: “la reacción frente a la pérdida de una persona amada o de una abstracción que haga sus veces como la patria, la libertad, un ideal, etc.” El trabajo del duelo requiere tiempo y un gasto importante de energía para desinvestir el objeto que ya no existe en la realidad, mientras la existencia del objeto perdido continúa en lo psíquico. Este vínculo fantasmático con el objeto perdido se manifiesta por un desinterés por el mundo real y disminución de la capacidad de amar y trabajar. El proceso de duelo implica que recuerdos y expectativas en que la libido se ligaba al objeto son clausurados progresivamente y el sujeto debe establecer un nuevo orden en su realidad, lo cual quiere decir aceptar vivir sin él, aceptar esa pérdida dolorosa y con el tiempo recuperar la capacidad de amar a otros, si el duelo ha sido elaborado. El dolor que supone la pérdida de ese ser va remitiendo. A no ser que se caiga en una profunda melancolía.

Cuando se diagnostica una enfermedad en el cuerpo que amenaza la vida del sujeto a corto o largo plazo, podemos aplicar este concepto de duelo al trabajo que un sujeto debe hacer por la pérdida de un ideal, que podríamos nombrar provisionalmente con el significante “salud”. Tras escuchar este diagnóstico, el sujeto juzga que ha sobrevenido una alteración en su cuerpo. ¿Esa noticia funda una realidad distinta, una nueva relación con su cuerpo y con los otros? Evidentemente que sí, porque en ese momento del diagnóstico aparece el temor por la pérdida de potencia con la que hasta entonces contaba, y más tarde, irá comprobando los signos que le impiden hacer actividades con las que está firmemente vinculado que le dan placer y gozo. De ahí que en algún momento le van a surgir preguntas en relación con la incapacidad y el uso que podrá hacer de su cuerpo afectado por su enfermedad. La inoperatividad está relacionada con la incapacidad para realizar alguna función y el uso es, en este sentido, la afección que un cuerpo recibe en la medida en que se relaciona con otro cuerpo (o con el propio cuerpo como otro).

Con respecto a la relación con el cuerpo, Bataille escribe:

La actitud humana respecto al cuerpo es, de una complejidad aterradora. Es la miseria del hombre, en tanto que es espíritu, tener el cuerpo de un animal, y a ese respecto ser como una cosa, pero es la gloria del cuerpo humano ser el sustrato de un espíritu. Y el espíritu está tan unido al cuerpo-cosa, que éste no deja nunca de verse asediado por él, no es nunca cosa más que en último extremo, hasta el punto de que, si la muerte le reduce al estado de cosa, el espíritu está entonces más presente que nunca: el cuerpo que le ha traicionado le revela más que cuando le servía.(Teoría de la Religión, 44).

En el discurso médico, cuando un profesional de la medicina se arriesga a decir la probable duración de vida de una persona, tenemos la mirada que contempla ese cuerpo-organismo sobre el que vaticina un destino biológico y hace un cálculo, basado en su experiencia, sobre su duración biológica hasta transformarse en cosa, como destino común.

Si es cierto lo que dice Bataille, que “sólo en la medida en que somos humanos el objeto existe en el tiempo en que su duración es aprehensible”, a diferencia del animal en el que nada se da a lo largo del tiempo y que ”todo animal está en el mundo como el agua dentro del agua“ (Ibid., 22); para el sujeto afectado por una enfermedad que determina una duración determinada de vida, ¿en qué cambia su posición de saber a no saber esta conjetura acerca de la duración de su vida? Esa respuesta es individual, hay quien rechaza saber esos pronósticos, y otros que se confrontan a ello con su respuesta particular; lo que sí podemos afirmar es que mientras dura la vida de un sujeto, en él habita el deseo que le estimula a realizar proyectos y objetivos determinados para sí mismo y con otros y, si escucha esa conjetura de duración biológica, la crea o no, lo que anticipa es poder imaginar su particular ausencia del mundo.

Ahora que escribo este texto sobre esa experiencia, me brotan las lágrimas que no pude mostrarle ese día, por la conmoción que me produjo. Ese dolor no se lo enseñé, tal vez porque en ese momento pensé que no era yo quien necesitaba consuelo, sino él. Para estar a su altura, también yo me mostré con serenidad, cálida, pero comedida en manifestaciones de tristeza, pero la sentía profundamente, íntimamente. La conversación continuó acerca del tratamiento que su médico le había indicado. Por mi parte, no dí credibilidad al cálculo del tiempo de vida que le habían hecho, puse en cuestión ese número de años, esa corta duración de vida, quizá por el deseo de retirar ese peligro, ese florete que le amenazaba. Me fuí pensando cómo viviría él con esta noticia, cómo sería el duelo que, a partir de ese momento, tendría que hacer.

Afortunadamente, ya han pasado más de dos años, después de aquella triste noticia, y aún sigue viviendo con nosotros.

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