DE CUYO NOMBRE NO QUIERO ACORDARME

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…

Con esta frase inicia Cervantes la escritura del Quijote, para presentar el lugar en el que vivía el hidalgo Don Quijote. De esta forma se niega de manera deliberada a mencionar un topónimo que sin duda recuerda. A partir de Cervantes, esta frase se incorporó al lenguaje coloquial y actualmente, nos resulta muy familiar por el uso frecuente que de ella hacemos.

Comparemos esta expresión, “no quiero acordarme”, con esta otra, “quiero acordarme de”. La primera expresión es una negación, la segunda una afirmación. En el primer caso, el yo del que habla se niega a recordar un nombre, mantiene la actitud de querer mantener una decisión voluntaria y consciente, la de no querer acordarse de alguien, la de hacer el esfuerzo de no nombrarle y, para ello, se niega a pronunciarlo. Justamente con esa negación el sujeto pretende suspender voluntariamente la evocación de los recuerdos, que no está impedida. En el segundo caso, “quiero acordarme de…”, el yo del que habla expresa el deseo de nombrar a alguien, o algún lugar, cuyo nombre le falta. Para recuperarlo de su memoria, intenta hacer un esfuerzo voluntario; como si de ella dependiera, –más que del inconsciente–, tener a nuestra disposición consciente el recuerdo de ese nombre, que falta en el presente, que se ha olvidado. ¿Qué puede querer expresar un sujeto cuando dice: “de cuyo nombre no quiero acordarme”? Quien utiliza esta expresión, omitiendo pronunciar un nombre, quiere evitar narrar o explicar algo que puede ser desagradable, deshonroso, vergonzoso, ofensivo, como en este fragmento de Cervantes, en el que uno de sus personajes, una mujer, omite nombrar al hombre al que dirige este discurso:

Advierte en que yo nunca he visto tu rostro ni quiero vértele; porque, ya que se me acuerde de mi ofensa, no quiero acordarme de mi ofensor, ni guardar en la memoria la imagen del autor de mi daño, Responde Leocadia en “La fuerza de la sangre al caballero que la ha deshonrado”. Henri Bergson, en Matière et Mémoire (Paris: Presses Univ. de France, 1959) afirma:

Il n’y a pas de perception qui ne se soit imprégnée de souvenirs (p. 30).

Decir el nombre que se recuerda de una persona supone realizar una acción verbal, hay que hacer los movimientos de articulación necesarios para que pueda escucharse; es decir, supone una acción del cuerpo para posibilitar oír ese significante (recordemos que cuando hablamos también nos oímos). Pero negarse a hacerlo, supone desear poner una barrera, una censura a que se produzca esa percepción, a que la audición de ese nombre desencadene la evocación de los recuerdos-imágenes a los que está asociado; y por ende, negar la posibilidad de que estos recuerdos-imágenes, que pueden aparecer en la imaginación, puedan despertar conexiones con los recuerdos puros –como los llama Bergson– o inconscientes, como los llamaría Freud.

Bergson distingue dos tipos de memoria, la memoria que imagina y la memoria que repite. La primera, “registra bajo forma de imágenes-recuerdos, todos los acontecimientos de nuestra vida cotidiana a medida que se desarrollan”. Registra el pasado. La segunda, “es una memoria de esfuerzos guardados en el presente, tendiendo hacia la acción”. Cuando un sujeto dice: “de cuyo nombre no quiero acordarme”, es evidente que dispone del nombre registrado en su memoria auditiva verbal, pero no quiere activar la memoria que repite. ¿Por qué? Porque –siguiendo a Bergson–, eso supondría “evocar el pasado bajo forma de imagen, y para hacerlo, es necesario poder abstraerse de la acción presente” (p. 86-87). Y, si aceptamos esta hipótesis, lo que aparece ligado a ese nombre, es todo el contexto de la situación vivida en el pasado, incluido el afecto que despertó.

(Y naturalmente, queremos evitar recordar lo que nos hizo sufrir, así como deseamos recordar lo que nos dio placer).

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