Texts de l'Era de la Perla
La violència de tants homes vers les dones
LOLA SANTOS. ANA SILVA. MARÍA-MILAGROS RIVERA
El MeToo arriba al Tribunal Supremo
Alegoría de la Justicia y la Paz. Corrado Giaquinto, 1754
Nos quedaba algo de esperanza de que el caso Valdés no fuera arrinconado, “archivado” dicen las leyes procesales, como si un golpe, una paliza, el horror de la violencia y el maltrato pudieran archivarse en un cajón o en una estantería. O, mejor dicho, como si esto pudiera tener algún efecto en la verdad de los hechos. Para intentar salvar esta verdad, dos mujeres han desplazado magistralmente un error jurídico. Juntas han puesto en jaque uno de los dilemas más reales que una mujer maltratada se ve obligada a afrontar: el que deriva de considerar la denuncia como único camino para llegar a la verdad de los hechos. El caso Valdés (Duoda. Textos políticos: El que ha de estar lejos es él: magistrados y maridos) ha abierto causa penal en el Tribunal Supremo, órgano destinado a juzgar a las y los magistrados del Tribunal Constitucional. Y esto quiere decir algunas cosas.
Nosotras, que no hemos abandonado el entre mujeres, el entre juristas, no le damos ni le podemos dar crédito al legislador, pero somos conscientes de que sí lo tiene el mundo constituido en torno a lo legislado. Un mundo en el que el silencio de la maltratada suele ser ignorado por el derecho patriarcal, desentendiéndose de la elocuencia del silencio cuando del cuerpo femenino se trata. Pero el cuerpo se obstina en ser, como escribió María Zambrano, y también se obstina en señalar los signos de la violencia sobre la piel. Algo que la jueza, Elena Garde García, vio y reconoció en la negativa de la mujer de Fernando Valdés a la práctica de la prueba médico-forense sobre su cuerpo. Y lo vio porque estaba en el lugar de la necesidad, el de su ser jueza, como las madres ven y sienten el dolor de sus hijas con solo mirarlas. Se le impuso el cuerpo sin más. Para la jueza no ha sido necesario medir los centímetros y la profundidad de las heridas, poniendo en cifras las cicatrices, como hacen los rigurosos informes periciales en el proceso penal, porque sabía que la dignidad de la mujer no es cuantificable y que el silencio de la víctima es suficiente para continuar. Más que suficiente, ha sido imprescindible para remitir el caso a la fiscalía, que -pese a las reticencias de la fiscal general del estado- ha seguido al pie de la letra la maniobra procesal de Elena Garde García, solicitando la apertura de la causa penal en el Tribunal Supremo. ¿Lo que estaba en juego y teníamos al alcance de la mano eran los efectos del MeToo entrando en las instancias judiciales? ¿Ha llegado el MeToo también al Tribunal Supremo?
La inviolabilidad del cuerpo femenino se afirma, y detiene la cadena de violencia simbólica (y no solo simbólica) impresa en la jurisprudencia masculina vaginal y en las demás fuentes del derecho reproducidas en un sinfín de instancias judiciales. Ante el horror de la violencia machista, las mujeres no esperamos ser salvadas por una ley, ni mucho menos por la jurisprudencia que lleva grabado en sus sentencias el delito contra el cuerpo, obra y gracia de la madre. La ajenidad femenina que provoca, pensamos, el hecho de que la jurisprudencia haya ido haciendo enmudecer el deseo femenino, hoy se hace algo más impensable. La nueva realidad que sale del derecho, y que es válida porque es real y está vivida, nos ofrece una clara ganancia: la de considerar que si una mujer no denuncia no está mintiendo y no es una mujer culpable para con su sexo. Llega así, con esta verdad, un respirar, un sentir, que afloja la presión, el forcejeo a denunciar al que estamos sometidas las mujeres.
Para llegar hasta ahí, la jueza Elena Garde García tuvo que tomar una decisión que no debió ser fácil. ¿Qué ocurre si una jueza siente, sabe y reconoce que lo que tiene delante es un caso de maltrato pero no cuenta con la denuncia de la mujer? Una denuncia que las dos saben -y, en este caso, ambas de primera mano- que implica someterse al derecho patriarcal, o sea, a una violación simbólica. ¿Cómo salir del atolladero de la injusticia al que conduce la ley, requiriendo la denuncia o, en caso contrario, archivando la causa?
La decisión de la jueza fue la de tejer un hilo muy fino entre su sentir sostenido en indicios decisivos, una imposibilidad y un imprevisto. Una imposibilidad que, en realidad, es un resistirse ante la falsa alternativa que conlleva la denuncia y cuya negativa, sin embargo, se nos muestra, en esta ocasión, como la única manera que tiene la mujer maltratada de atesorar su dignidad. Pero es también un grito, el del silencio y la mudez ante lo insensato, porque lo insensato excava y abre en los cuerpos femeninos el dolor y un vacío de sentido.
El imprevisto en el que confió la jueza, Elena Garde García, se concretó hace unas semanas cuando la fiscalía informó al Tribunal Supremo pidiendo la apertura de la causa penal. La influencia en esta decisión de la fiscal de la violencia sobre la mujer de la fiscalía general del estado, Pilar Martín Nájera, pone en valor lo ya significado por la otra, que coloca el silencio y la negativa de la esposa más allá de la ley (no en contra). Al reconocer autoridad a la jueza, la fiscal recoge y hace suyo un indicio de libertad femenina dentro del derecho, el que convierte la falta de denuncia de la víctima en un más, un más que abre e inicia un recorrido imprevisto.
¿Qué están abriendo, en realidad, la fiscal y la jueza? Las dos, conscientes de los impedimentos jurídicos y de la influencia que tiene aún un pronunciamiento judicial sobre la verdad de los hechos, han actuado para que esta verdad no quede sofocada del todo y pueda seguir en el aire. Hay ante todo un reconocimiento de autoridad a la otra para que siga creyendo en sí misma cuando decide que el cuerpo no necesita pruebas científicas ni la denuncia es el único camino, cuando sabe que el silencio de la esposa fue su palabra.
(25/09/2020)
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