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Textos de la Era de la Perla

La violencia de tantos hombres contra las mujeres

No es No: el juicio contra los violadores alimaña de Pamplona

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MARÍA-MILAGROS RIVERA GARRETAS

No es No: el juicio contra los violadores alimaña de Pamplona

En la madrugada del 7 de julio pasado, poco antes de empezar las fiestas de san Fermín, una chica de 18 años fue agredida, violada y vejada en Pamplona por un grupo de cinco hombres. Ella iba sola. Ellos en pandilla, jaleándose entre sí y pidiendo turno como alimañas semivocales. Tuvieron el detalle de robarle y la impiedad de grabar en vídeo su propia imbecilidad y vileza. Terminada la exhibición de virilidad, un episodio más de la guerra continua contra las mujeres que está trayendo la libertad femenina, ella se quedó en el portal llorando. Unas vecinas y la policía le prestaron ayuda.

En los cerebros de minotauro de los cinco violadores no hubo lugar para un aviso del dolor y del daño irreparable que estaban causando a la chica. Aunque ella salga incólume y virgen de esta agresión, que saldrá, su cuerpo, sagrado como todo cuerpo de mujer, no olvidará nunca la intensidad del odio masculino ni la estúpida banalidad de su violencia sexual. Si estaban desesperados, borrachos o drogados ¿por qué contra nosotras? ¿Por qué no contra sí mismos o contra su propio sexo?

En nuestra cultura europea y occidental hay una connivencia milenaria entre el Derecho y la violencia masculina contra las mujeres. Desde la Grecia clásica hasta mediados del siglo XX, el Derecho encargó a los padres y maridos la ejecución de las penas corporales públicas y privadas impuestas por sus leyes a las mujeres que no cumplieran las normas del patriarcado, sin más límite que la opinión pública (Ilaria Boiano); es decir, con impunidad: sin defensa ni juicio ni sentencia.

Los violadores de Pamplona se juzgaron tan impunes que filmaron sus propios delitos y vejaciones, tal vez con el propósito de conservar la memoria de las hazañas del patriarcado o de hacer alarde de la suya. Hace unos meses, una alumna del último curso de la enseñanza secundaria, seguramente de la edad de la chica violada en Pamplona, ganó un premio de la Universidad de Barcelona por su trabajo de investigación titulado La cultura de la violación. Se refería a nuestra cultura, la occidental. Del relato que publicó en los años setenta del siglo XX una conocida revista geográfica sobre la personal travesía del desierto de una chica joven que recorrió a pie y sola Australia de este a oeste, recuerdo ahora el consejo esencial que le dio un domador de camellos. Regalándole un fusil, le dijo: si un día ves un animal al galope dirigiéndose a ti en la distancia, espéralo y, sencillamente, dispara, porque está en celo y te matará.

La prensa de ayer, 10 de agosto de 2016, recogió la noticia del juicio contra los cinco violadores de Pamplona. Entre los datos acostumbrados decía que, según el juez, “en ningún caso cabe apreciar ningún consentimiento de la víctima”. Una lectora se indigna y se pregunta: Pero bueno ¿en qué cabeza cabe? ¿Se les ocurre cuando hay un atentado en un aeropuerto? Y sin embargo, el juez, con esa frase extraña pero rotunda, estaba protegiendo a la víctima. La protegía no de sus agresores sino del Derecho. Del Derecho que, según dicen y a mí me enseñaron de pequeña, está para protegerte. Del Derecho que todavía hoy sospecha que la mujer consiente a la violación y la sola sospecha sirve al violador de atenuante o lleva a cerrar el caso. Pero la sospecha es, en realidad, miedo de que la sexualidad masculina violenta no fascine a las las mujeres y pierda, así, su razón de ser. Así de lejos están muchos de ellos de lo femenino libre.

Nuestra sociedad y nuestro Estado de Derecho nos tiene hoy sometidas a las mujeres a una contradicción grave, de esas que nacen de un error de epistemología o situación de double bind o doble tirón. En todo lo que tiene que ver con la política sexual y la violencia masculina, estamos sometidas a dos obligaciones contradictorias: el Derecho está para protegerte y, a la vez, el juez o la jueza tiene que tomarse la molestia, si es un buen juez o una buena jueza, de protegerte del Derecho que ha legitimado durante siglos la violencia de los padres y los maridos contra las mujeres. Esto trae innumerables injusticias y un sufrimiento femenino insoportable. Escribió Simone Weil en uno de sus Cuadernos que el valor civilizador de una civilización lo miden los errores de epistemología en los que no pone a la gente.

Los errores de epistemología son contradicciones en las verdades superiores de una cultura. Son, pues, errores de sentido, errores simbólicos, errores que afectan al orden simbólico y lo entorpecen. Por ejemplo, cuando una mujer denuncia una violación, se verá sometida seguidamente y en nombre de la ley a un número indeterminado de violaciones simbólicas, cruelísimas también estas porque tendrá que revivirlo todo una y otra vez ante hombres o mujeres, en el mejor de los casos, indiferentes a su sufrimiento, a fuerza de presunta imparcialidad. Le pasará al denunciar los hechos, en las reconstrucciones del suceso, en las revisiones médicas, en la preparación de la causa con sus abogados o abogadas, en los interrogatorios previos al proceso, durante el juicio, al leer la sentencia, al recurrirla, etc.

Algo palió el logro de algunas juristas feministas al conseguir la inversión de la carga de la prueba, de modo que se obligó al acusado a demostrar él que no había cometido el delito, y no al revés. Más se ha conseguido recientemente en Alemania (efecto de los sucesos de la nochevieja de 2015 en Colonia) con la ley del “No es No”, que exime a la mujer de probar nada, bastando su palabra cuando dice que no consintió a la violación. Pero falta mucho, en mi opinión, no porque el camino sea ni corto ni largo sino porque falta lo esencial.

Falta una revolución simbólica femenina del Derecho que lleve a una mujer, a otra, otra, otra, otra y así sucesivamente, a tomar conciencia de que la “autonomía del derecho y la autonomía en el derecho” de las que habló Lia Cigarini hace más de veinte años (La política del deseo, 1995) es hoy perfectamente pensable y viable. Como cuando en 1970 nos dijimos íntimamente las feministas, sin saber que tantas mujeres estábamos haciendo lo mismo: “Yo no haré del hombre del que me he enamorado, un patriarca”, y así se fraguó el final del patriarcado. En el número 50 de la revista DUODA (abril de 2016) Lourdes Albi, en un artículo titulado Una separación, pone el ejemplo de su propia historia recién vivida. En plenos preparativos de su juicio de divorcio, en medio del dolor por la decisión del padre de dividir a los hijos comunes en dos exigiendo la custoria compartida, ella cayó en la cuenta y supo expresar que lo que quería era vivir la vida entera de sus dos niños, no la mitad; y la quería vivir porque es su madre y esto basta, independientemente de leyes y de jueces. Esta ha sido su revolución simbólica del Derecho. Poco antes del juicio, él entendió que la justicia es mejor que el derecho, y el juicio no hizo falta celebrarlo. Es este, en mi opinión, un ejemplo precioso de revolución simbólica femenina del derecho entendida como autonomía del derecho y en el derecho. También lo son las mujeres que no denuncian agresiones y maltrato porque prefieren custodiar algo de su dignidad que es estrictamente del orden simbólico y que saben que el Derecho puede dilapidar en segundos. Lo sabían antes de que fuera emitida una terrible sentencia en Génova que lo confirma condenando a una esposa como cómplice de la violencia repetida y prolongada de su marido, por no haberla denunciado antes o acudido a los centros antiviolencia. Sin que las razones de ella significaran nada. Pero bajo nuestros párpados, otros ojos se han abierto (Adrienne Rich) hace ya tiempo. Las revoluciones simbólicas son rápidas e irreversibles.

* Ver la segunda parte de este artículo de María-Milagros Rivera Garretas en http://www.ub.edu/duoda/web/es/textos/10/182/

Universidad de Barcelona
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