Aquí hi ha els textos d'aquesta secció

Texts de l'Era de la Perla

Presentació de la Revista DUODA

Revista DUODA 62 La naturalesa es declara sobrenatural

Text en format PDF

VALERIA SOTO GÓMEZ

Revista DUODA 62 La naturalesa es declara sobrenatural

El 27 de octubre de 2022 tuvo lugar, en el Seminario de Filosofía de la Facultad de Filosofía, Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona, la presentación del número 62 de la revista “DUODA. Estudios de la Diferencia Sexual” que tiene como tema monográfico “La naturaleza se declara sobrenatural” Intervinieron Isabel Ribera Domene, Mariana Abreu Olvera, Carolina Morales Morales y Valeria Soto Gómez.

Ver Presentación en YouTube

Ofrecemos aquí el texto de Valeria Soto Gómez


El primer libro que me fascinó y releí una y otra vez sin cansancio fue “Cerrín quería crecer”. Cerrín era un pequeño cerro, hijo de la cordillera de los andes y de un volcán, cuyos hermanos eran enormes montañas en medio de la cordillera. Cerrín se sentía pequeño y diferente a su familia. En medio de sus llantos, un Cóndor amigo se conmovió ante su sufrimiento y decidió traerle nieve y posarla sobre su cumbre para que se pareciera a su madre, pero la nieve se derritió sobre él, provocándole múltiples granos que pronto brotarían y se transformarían en bella vegetación y flores. Como él era de tierra fértil pudo florecer y reconocer su propia belleza, diferente a la de su madre, padre y hermanos, todos ellos cadena montañosa de la que Cerrín seguía siendo parte en su particularidad.

Mi relación con la naturaleza la habría descrito hasta hace poco como “distante”, porque no salgo de excursiones, no me gusta ir a nadar a la playa y me quejo de la arena que se pega a mi piel. En lo más concreto de la relación con ella me he sentido distante. Pero hoy pienso que mi conexión con la naturaleza ha tenido otra forma, de carácter más bien contemplativo. Me he dado cuenta de que busco lugares y momentos donde poder acercarme a la tranquila presencia de la naturaleza para que me toque e intentar tocarla. Rastreando hacia atrás veo lo incuestionable de nuestra primera conexión con la naturaleza en la concepción misma. Después de aquello evidente, uno de mis primeros y más significativos encuentros con ella fue mediante la lectura de “Cerrín quería crecer”, acción en que me conecté con la naturaleza mediante la palabra que busca nombrarla.

Nací en una comuna al sur de la capital chilena, San Bernardo. Desde la ventana de la casa de mi abuela materna se podía ver el cerro Chena, un pequeño cordón rocoso al oeste. Siendo niña, me gustaba tirarme en la cama, junto a una ventana en el segundo piso de la casa que me permitía observarlo. El invierno era mi época preferida para verlo, porque cuando se aproximaba una tormenta le aparecía una especie de sombrero de nubes en su cumbre. Cuando crecí me enteré de que ese pequeño cerro al costado de san Bernardo, tan periférico, había sido un centro ritual y sagrado para los incas, una huaca, donde celebraban el Inti Raymi, ceremonia dedicada a Inti, dios sol, en el solsticio de invierno cada 21 de junio; punto de partida de un nuevo ciclo.

Desde la ventana del otro lado de la casa, se veía la cordillera de los Andes. Salir a la calle y encontrar una vista descubierta frente a ella era fascinante, se la podía sentir siempre cerca gracias a su tamaño, y en invierno la lluvia nocturna nos auguraba bellos amaneceres, pues era muy probable que estuviese cubierta por un velo blanco de nieve.

Viviendo en Santiago de Chile, que hace parte del valle central, la mar no se ve, solo nos la recuerda la cordillera de la costa, anunciándonos que tras ella se despliega el océano pacífico tocando cada orilla del país. Pero la cordillera de los Andes está cada día, la vemos majestuosa marcando siempre una referencia, una guía para situarnos en ese territorio repleto de zonas residenciales con enormes edificios.

La cordillera, que atraviesa toda américa del sur en su lado occidental, perdiéndose hacia el sur de chile para reaparecer en la Patagonia, curvándose y desapareciendo hacia el océano atlántico.

Despertamos y el sol aparece tras ella marcando la línea de la aurora sobre sus cumbres. Para todo quien la haya visto alguna vez, su desmesura la dota de apariencia sempiterna, pero quienes hemos vivido junto a ella, somos remecidos de tanto en tanto por su origen. Como toda la vida que hace parte de nuestra realidad, ella también tuvo un origen y sigue experimentándolo.

Lo que hay bajo ella, su naturaleza, su origen, causa temor. Brota la cordillera gracias al roce de las placas de nazca y sudamericana, cuya actividad sísmica y volcánica le dan forma más que cualquier otro fenómeno externo. Es en el interior suyo donde su fuerza creadora reside para salir y fascinarnos con su enormidad. Es dentro de ella donde se anida el misterio creador divino (y también temible).

Los artículos leídos en esta edición de la revista me trajeron (o me llevaron a) la cordillera como forma sublime de la naturaleza. Y lo sublime me parece aquí condición de lo sobrenatural de ella. Sublime en tanto está bajo el límite de lo evidente, aquello de carácter misterioso y sutil, que es palpable y a la vez no cualquiera lo puede percibir, lo que requiere de cierta sensibilidad para poder ver bajo lo obvio, lo que subyace y la vuelve fascinante, aquello que nos suele dejar sin palabras ante una experiencia con la naturaleza. Lo sublime requiere una apertura, permitirse oír lo que la tranquila presencia de las cosas nos dice. Lo que estas son al nacer desde y hacia la naturaleza y siguen, naturalmente, naciendo de ella, como dice Adriana Alonso.

Oír la tranquila presencia de las cosas no requiere un esfuerzo, se consigue sin buscarlo como diría María Zambrano respecto a los claros del bosque, o como dirá Chiara Zamboni en su artículo cuando señala que “son los gestos inconscientes los que nos integran en las redes de la naturaleza, de las que formamos parte”.

Oír, para muchos idiomas, es diferente de escuchar. En el oír hay una actividad inconsciente, mientras en la escucha una acción dirigida. En catalán la palabra oír se traduce como “sentir”, del latín sentire que originalmente venía a nombrar el oír y luego se refirió a todas nuestras percepciones. Sentire, a su vez, es de raíz indoeuropea en sent- que significa “ir adelante”, “tomar una dirección”, y yo lo veo de este modo: oír la naturaleza en su tranquila presencia nos hace tomar una dirección hacia ella, hacia la lejoscerca, hacia la unidad del todo que compone y componemos, y que las y los poetas han sabido nombrar, ir adelante que es un ir por delante del lenguaje de la filosofía, que busca teorizar y comprender las huellas de realidad que aparece en la lengua poética.

Que me deslumbre y estremezca ante la cordillera o ante cualquier elemento inabarcable de la naturaleza, tal y como señala Antonietta Potente en su bello texto, “no es nostalgia de lo perdido o paradisiaco, sino más bien de lo que nunca hemos conocido” y lo que muy probablemente nunca conozcamos, porque la sobrenaturalidad de la naturaleza implica un lugar que permanece oculto al intento de dominio de la razón humana socializada en masculino, mantiene velado e inmaculado su misterio pero nos permite presentir que ahí está, que hay algo más y que somos nosotras también con ella.

Menciono la razón humana socializada en masculino diferenciándola de la razón misma, porque en este número de la revista se ha situado a la razón en el lugar que creo le es natural habitar, lugar donde la encontramos reconciliada con el sentir, la razón como elemento necesario de nuestra propia naturaleza. Sin ella no somos capaces de nombrar la vida. Nuestra razón busca de manera natural nombrar y tantas otras veces desea entender, pero se frustra cuando no logra hacerlo.

Aquí observo un punto de inflexión y bifurcación en el sentir y pensar de nuestra razón. Si nos quedamos en la frustración, en el resentimiento, nos domina la soberbia de estar queriendo dominar cada rincón de la realidad. Queriendo apropiarnos de la naturaleza (de la vida), pretendemos coartar toda posibilidad creadora de esta, y de nosotras con ella. Si tomamos otro camino, nuestra razón es capaz de reconocer lo ya recorrido, saber que en ello ya hay múltiples saberes para la vida y que en la aporía del conocimiento humano, en lo no asimilable por la razón misma, radica lo sobrenatural de la naturaleza, su movimiento sigue su curso y en ocasiones incluso nos revela algo, nos deja una huella, un trazo de divino como señala Chiara Zamboni, quien especifica la distinción hecha por María Zambrano entre lo sagrado y lo divino.

Por ejemplo, el cerro de mi infancia fue lugar sagrado para los incas, un sitio concreto y material sobre el que incluso se levantaron altares para los ritos. Lo divino, por su parte, dice Zamboni:
“es de otro orden. Es un movimiento que viene antes y nos orienta hacia adelante. Es un transformarse que fluidifica la existencia […]. Una transformación infinita acompañada de la palabra”

Movimiento que viene de antes y nos orienta hacia adelante, nos hace tomar una dirección como nos indica la raíz sent- de sentir/oír. Lo divino está estrechamente vinculado al sentir, al oír la tranquila presencia de las cosas, sin pretender interrumpirlas, sin querer dominarlas, recibiendo los trazos de divino que nos da, sus claros de bosque, sus huellas. Al oír a la naturaleza nos permitimos hacer parte de su tranquila presencia, hacemos parte de su movimiento transformador que es vida y, por tanto, creación libre.

Pero oír la naturaleza, atender a ese llamado que viene de antes y nos orienta hacia adelante, es reconocer lo que María Zambrano llama “los ínferos del alma humana”, transitar hacia lo hondo de nuestro ser para traer la palabra que podrá nombrar la experiencia con la naturaleza. Observo la conexión de ello con el surgir de la cordillera de los Andes desde un lugar subterráneo, que causa temor y dolor también. Observo también el dolor de Cerrín en ello, antes de reconocer su belleza y grandeza.

En su texto “Un capítulo de la palabra: el Idiota” (1962), María Zambrano indica el camino trazado de ida y vuelta por las y los poetas para traer la palabra al mundo. Pero los poetas no pueden traer todo nombrado, algo quedará “sin darse en ella” (en la palabra traída), pues señala que: “todo lo que se dice nace, como la luz que vemos, de una placenta de sombra”.

Tomo de María Zambrano la figura del “idiota”, en tanto ser humano que emprendió un camino solo de ida, que descendiendo hacia los ínferos del alma humana no fue capaz de retornar, que se encuentra en un estado de estupor ante la realidad. Momento liminal para la palabra, si logramos volver a nuestro tiempo con ella. Este estado de estupor todas lo hemos experimentado probablemente, este “quedarse sin palabras” antes mencionado, sin poder traer la palabra. Radica en ese instante la disposición que considero adecuada frente a la desmesura, lo inabarcable e inaprensible de la naturaleza. Estupor similar al que habita el idiota de María Zambrano, quien “desposeído no busca poseer. Y así va y viene sin tomar posesión del espacio, sin lugar propio, ocupando alguno porque es ley de los cuerpos, mas sin adueñarse de él ni hacerlo suyo”. Y, no obstante, es condición necesaria para la conexión con el sentir, con tocar las huellas de divino que nos da la naturaleza y ser capaces de dotarlo de palabra, retornar de esos ínferos, ser capaces de mirar un horizonte hacia el que avanzar. Sentir, recordemos, como un ir adelante, tomar una dirección, avanzar y transformar-nos junto con la naturaleza.

Este sentir, la misma Adriana Alonso lo recoge vinculándolo a la idea de la divina ciencia de Margarita Porete en su espejo de las almas simples anonadadas y que solamente moran en querer y deseo de amor. Adriana nos dice que “solo de amor nace el sentir original del pensar y el conocimiento divino”. La divina ciencia es siempre femenina, se encarna en la mística del sentir y la práctica de la lengua materna, por lo tanto “la Divina ciencia nace fielmente de su nacer y seguir naciendo de ella” nos dice Adriana. Nace dejándose orientar por el camino que viene de antes, camino trazado por la naturaleza misma, por la madre y su misterio creador, por dama amor que nutre de confianza la venida al mundo de cada criatura que lo compone, sabiendo que se llegará a un lugar nutricio para el almacorporal, de estrecha conexión con la naturaleza pese a las sombras no asimilables que ella posee, a las que iremos muchas veces buscando traer nuevas palabras para seguir nombrando el mundo, para seguir naciendo de ella.

Universitat de Barcelona
Pujar ^